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DEMOCRACIA Y PROCESOS DE CAMBIO

Éxodo 89 (may.-jun’07)
– Autor: Joaquín García Roca –
 
La democracia es el sistema político que establece últiples maneras de ir más allá de sí misma. Cuando se cierra al cambio posible y deseamble pierde su condición democrática y cuando no incorpora trasformaciones en respuesta a las situaciones que la rodean pierde su condición humana. No todo sistema es capaz de ir más allá de sus límites institucionales, pero basta colocar al ciudadano en el centro para someterse a un proceso de mutación continua. El código genético de la democracia es la sociedad abierta.

¿Cuáles son hoy los cambios que solicitan una trasformación del sistema democrático? ¿Cómo puede el sistema democrático enfrentarse a esta nueva realidad? La democracia necesita revisar sus discursos políticos y sus prácticas para encajar la realidad de un mundo interdependiente y conectado no sólo por los productos, mercancías y finanzas sino también por los flujos migratorios. Asimismo necesita recrear los mecanismos de producción de la seguridad, en atención a los cambios habidos en la índole de los peligros y de las amenazas. Finalmente, la democracia debe reconsiderar las formas de la gobernación atendiendo a las trasformaciones técnicas que afectan al uso del poder. Sólo de este modo, pronunciar su nombre será un acto de esperanza.

La ampliación del circulo territorial

Las migraciones masivas de Sur a Norte y de Este a Oeste a fin de escapar de la pobreza y romper la resignación así como la creciente movilidad de la raza humana- 191 millones de desplazados en 2005 frente a 99 millones en 1980- ponen a prueba la democracia actual. En una época global, densamente conectada e interdependiente, la democracia se acredita socialmente en la capacidad de ampliar el derecho a ser admitido como ciudadano y promover y defender la vida de todos.

Los inmigrantes sacan a luz las contradicciones e insuficiencias del sistema democrático, que necesita ampliar el concepto de ciudadanía, que en lugar de otorgarse en razón de la sangre o por nacimiento, se vincule a la condición de ser vivo. La posesión de la vida nos convierte en sujeto de derechos. En consecuencia, ninguna democracia con justicia puede excluir a los inmigrantes, extranjeros y refugiados. Si no se les reconoce la voz, ni tienen un sitio en la toma de las decisiones colectivas, perecerá la democracia del futuro. Quienes han sido admitidos como trabajadores en los oficios que no quieren los autóctonos, quienes ya han sido admitidos como soldados en los ejércitos para defender el país de adopción, quienes ya han sido incorporados como contribuyentes en Hacienda para cotizar y mantener de este modo las pensiones, pueden y deben acceder a la ciudadanía, con todos sus derechos. La democracia necesita recrear de nuevo los criterios para definir la pertenencia.

Pero no podrás hacerlo sin una mutación de la democracia actual, que sea capaz de anclar el acceso a la ciudadanía en el ejercicio de vecindad. Ya está ocurriendo en las elecciones con ciudadanos comunitarios, que han superado las barreras y las fronteras en el ejercicio del voto. Esa ciudadanía cívica debe comenzar por el reconocimiento de que el residente con su presencia como vecino y no sólo como trabajador contribuye a la construcción de la comunidad política y tiene derechos civiles, sociales y políticos. Se abre un nuevo horizonte para la democracia que tiene como ideal la inclusión a través de la residencia, que comienza en el ámbito municipal y se extiende a los espacios autonómico, estatal y europeo, con todos los derechos y deberes de los demás vecinos que llegaron antes que ellos.

Es previsible que las democracias caminen hacia la superación de los límites territoriales y se replanteen lo que crea el vinculo entre los seres humanos que integran una comunidad. ¿Es su condición étnica lo que nos une, y las propiedades naturales lo que constituyen a los nuestros? ¿Es la condición religiosa lo que nos une, y los dioses el factor de la cohesión? En la actualidad es la dignidad de todo ser humano, que se despliega en los derechos humanos universales, lo que tiene fuerza de cohesión para refundar la democracia.

Más aún, “quizá sea necesario fundar de nuevo la filosofía política partiendo de la figura del refugiado” (AGAMBEN 2001) no sólo en relación a los inmigrantes sino para salvar sus contradicciones actuales. Los mecanismos sociales, políticos y jurídicos que los excluyen del reconocimiento de ciudadanía convierten simultáneamente a quien es objeto de esa exclusión en “no-persona”. Los nichos anónimos que jalonan algunos cementerios españoles o el cadáver en el barco que espera se le acepte en algún país, sin que nadie le reclame es la máxima expresión de la “no-persona”.

La prueba del extranjero

La comunidad política está condicionada por la pertenencia a una comunidad definida en términos de cultura, historia, lengua o tradiciones compartidas que crean vínculos profundos entre sus miembros. En la actualidad, el reconocimiento de la ciudadanía se despliega en ciudadanía múltiple y trasnacional. Una vez que la ciudadanía se arraiga en la condición de persona residente y vecino, amanece un rasgo sustantivo, que no puede significar asimilación sino reconocimiento de la diversidad cultural.

La democracia se ha sustentado sobre el gobierno de iguales y entre iguales y siempre le ha sido difícil el acomodo de los diversos, que por su parte eran refractarios a la homogeneización. De ahí que haya tenido siempre un anclaje territorial y se identifique con un espacio, una ciudad o un país, que se consideran homogéneos étnica y culturalmente. Se ha sustanciado en los estados-nación, como espacio de reconocimiento de los iguales y ha tenido serias dificultades para traspasar las fronteras, excluidas las mercancías, los bienes y los servicios. De hecho mientras se derriban las fronteras para el capital, se levantan muros de contención para los inmigrantes.

Actualmente, se ve desbordada por el nacimiento de la trasnacionalidad, que permite pasar de una región del mundo a otra con la misma facilidad con la que las personas solían cambiar de residencia entre una ciudad y la siguiente. Se puede estar aquí y allá al mismo tiempo sin abandonar su cultura, su familia, sus amistades. La interacción y la comunicación global instantáneas se extiende entre todas las partes del planeta, pero sobre todo permite que los pobres se trasladen al lugar que el capital escoja como residencia. Nacen de este modo formas no territoriales de pertenencia y de lealtad. El antropólogo de la Universidad de Yale, Arjun APPADURAI (1996, 166) denuncia que “ni el pensamiento popular ni el académico…han sabido enfrentarse a la diferencia existente entre ser una tierra de inmigrantes y ser un nodo de una red posnacional de diásporas”

Las comunidades culturales existen repartidas por distintos países y no se encuentran determinados por el territorio. Está naciendo la ciudadanía trasnacional que admite una pluralidad de pertenencias nacionales. La democracia tendrá que plantearse cómo gobernar una realidad configurada por diásporas culturales que proceden de distintas partes del mundo. RIFKIN 2004, 330-337).

La trasmutación de las amenazas

La democracia desde sus orígenes intenta producir la protección y la seguridad, que permita vivir juntos ante las amenazas de la vida colectiva, para lo cual levanta fronteras precisas y traslada al Estado el uso de la violencia legitima. Y lo podía lograr mientras las amenazas eran locales, concretas y arraigadas en un espacio. Las expectativas eran tantas que la democracia fue saludada como “una aurora magnífica”.

En la actualidad, las amenazas se han ampliado a escala global y han cambiado su naturaleza, como es el caso del terrorismo, del calentamiento global, de los virus informáticos, de la clonación de seres humanos, de la pérdida de la biodiversidad, que producen consecuencias incalculables en cualquier lugar y con duración indefinida. Es lo que los analistas llaman el nacimiento de la sociedad de riesgo. La democracia en sede al Estado-nación no fue concebida para abordar riesgos globales ni problemas que afectan a toda la humanidad simultáneamente. Si no pueden afrontarlos, menos pueden prevenirlos ni anticiparse a sus efectos. Este es un límite sustantivo de las democracias actuales, que para hacer frente a los nuevos riesgos se siguen recurriendo a los mismos actores, instrumentos y políticas vinculados a la defensa militar y a los aparatos represivos del Estado. Las atrocidades del terrorismo internacional han acentuado la obsesión por prevenir actos similares mediante el poder militar.

¿Cómo abordar democráticamente la gestión de los peligros y de las nuevas amenazas cuando los medios productores de seguridad producen inseguridad? (GARCÍA ROCA, 2005 ). De hecho, estos días vivimos escenas de indefensión del ciudadano ante los mecanismo de seguridad del Estado: la policía que debería producir seguridad, produce violencia e inseguridad en los ciudadanos. Los Estados que intervienen en la guerra de Irak en nombre de la paz y de la democracia producen más inseguridad y muerte.

Se precisa un nuevo enfoque democrático cuando el uso de la violencia, aunque sea legítima, produce lo contrario de lo que intenta a causa de la transformación de los medios tecnológicos y distorsiona las prioridades políticas. La estrategia militar es el parte de defunción de la democracia. Cada vez que la lucha militar contra la violencia en sus múltiples versiones se activa, se niega todo aquello para lo que se concibió y se legitimó la política democrática. Cada vez que triunfan las estrategias militares, se declara innecesaria y superflua la política. Donde triunfa la militarización de la seguridad, se eclipsan las potencialidades de la democracia.

En nombre de la guerra contra el terrorismo se ha intentado justificar la violación de los derechos humanos y de las libertades civiles, se han debilitado las normas y las instituciones democráticas, de las que dependen la paz y la seguridad.

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