jueves, abril 25, 2024
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Cómo conjugar la igualdad y la diversidad

Éxodo 133
– Autor: Alicia Muñoz Sánchez –

“La igualdad puede ser un derecho, pero no hay poder sobre la tierra

que pueda transformarlo en un hecho.”

– Honoré de Balzac –

Sobre el papel, el principio de igualdad parece totalmente integrado en nuestra sociedad. Ya la Constitución Española propugna como principios fundamentales la libertad, la justicia, la igualdad y el pluralismo político – que podemos entender como principio más cercano al de diversidad, pero que se queda corto al referirse sólo al ámbito político – y socialmente no es aceptable declararse en contra de alguno de estos principios. Entendemos la igualdad como el principio general del derecho que ampara la igualdad de trato de las personas, de manera que en situaciones iguales se les otorgue el mismo trato y en situaciones desiguales se favorezca un trato distinto a las personas, además del derecho a no sufrir discriminación. Este valor es común a la mayoría de las constituciones liberales desde la Declaración de Independencia de los Estados Unidos y la Declaración de Derechos del Hombre y del Ciudadano. Sin embargo, esta igualdad no era para todas las personas. Sólo se referían a los hombres – como denunció en Francia Olympe de Gouges – y no se abordó en ninguno de los dos procesos la necesidad de combatir las desigualdades entre hombres y mujeres, pues ni siquiera se reconocían. Tampoco era para los esclavos ni para los pobres, quienes quedaban excluidos de las decisiones mediante los distintos tipos de sufragio censitario o cualificado. Podemos concluir que la democracia liberal nace intencionadamente sesgada por criterios de clase, etnia y género que dejan las decisiones en manos de una pequeña élite.

Sin soberanía no hay democracia

 

Tras dos siglos de evolución de las democracias liberales y un cierto cambio reciente en el panorama electoral de nuestro país, ¿dónde nos encontramos en este momento a nivel de igualdad e integración de la diversidad? Sobra decir que el derecho a voto está reconocido para todas las personas con nacionalidad española, pero este derecho sigue teniendo muchas carencias, en ciertos casos intencionadas, como las dificultades que se han impuesto para la población emigrada al extranjero o para inmigrantes venidos de otros países, que sufren las consecuencias de políticas en las que no pueden influir. No puede dejarse sin mencionar la otra cara de la moneda: no es igual para todas las personas el acceso a los puestos de poder desde los que se toman las decisiones, existen grupos sociales excluidos de los puestos de gobierno y de administración de las empresas. Sin embargo, aunque el sufragio – tanto activo como pasivo – fuese verdaderamente universal, seguiríamos a años luz de una democracia real en la que la participación en la toma de decisiones sea también universal, ya que sería muy naif convencerse de que depositando un voto en una urna cada cuatro años estamos realmente decidiendo sobre el destino de nuestra sociedad. Diariamente encontramos ejemplos de cómo las grandes decisiones no se toman siguiendo los programas políticos a los que las urnas dan su apoyo, sino según el criterio del partido en gobierno y, en muchas ocasiones, aplicando los dictados de instituciones supranacionales que han suplantado la soberanía nacional. Principio que se establece también en nuestra Constitución, justo debajo del párrafo que garantiza la igualdad. Podríamos dar miles de ejemplos para demostrar este hecho, pero ya parece bastante revelador el hecho de que las dos reformas que se han hecho a nuestro texto constitucional (artículos 13.2 en 1992 y 135 en 2011) lo han sido por imperativo de organismos europeos y sin ser refrendados por el pueblo.

Por tanto la primera necesidad que surge en la conquista de una democracia real es la autonomía en la toma de decisiones, la capacidad de ejercer una verdadera soberanía. Pero para alcanzar esta capacidad debemos romper dos pesados grilletes: la esclavitud de la deuda y la dependencia del mercado global. También dentro de nuestra propia Constitución se establece la adopción en nuestro país del sistema de economía de mercado, sistema donde si algo se ha generado hasta ahora, es desigualdad.

En desigualdad tampoco hay democracia

Por tanto, la primera pregunta sobre la que debemos reflexionar como sociedad es ¿puede la democracia garantizar el principio de igualdad en el marco de una economía de mercado? En opinión de quien escribe, la respuesta a la pregunta anterior es simple: es una contradicción esperar que el mercado ponga la igualdad como objetivo por delante del beneficio.

Podríamos aventurar que el reto más global de la democracia en lo que respecta a la igualdad es alcanzar un sistema de organización social y económica en el que no puedan darse estas desigualdades: crear el poder que garantice la igualdad y que aun, como expresó Balzac, no existe. Y este poder, sólo puede ser desde abajo.

Paralelamente a la recuperación de la soberanía, las instituciones democráticas deben trabajar para extender la toma colectiva de decisiones a cuantas acciones sea posible y por incluir a todas las personas en estos procesos, especialmente a las que sufren la desigualdad. La igualdad debe pasar a ser la manera de ser del sistema, en lugar de la coletilla en los textos políticos – desde la Constitución y otras leyes a los programas electorales de los partidos del llamado cambio – en la que se ha quedado hasta ahora; y la diversidad debe abrazarse como una riqueza, fomentándose el debate político entre diferentes y el intercambio cultural, no acercándose a ella como un problema. Ya lo dijo Bakunin, la uniformidad es la muerte; la diversidad es la vida.

Todas las relaciones de poder que se producen en la sociedad generan desigualdad, y por lo tanto grupos excluidos que no participan por diferentes motivos en la vida política y la organización social. En el caso de muchos de estos grupos, además, se sufre exclusión en el acceso a las necesidades más básicas y necesitan que las instituciones escuchen sus demandas e ideas para abandonar la exclusión y poder vivir con dignidad. Por esto y para enriquecer a toda la sociedad desde la diversidad, es importante identificar todos estos grupos y trabajar por su incorporación a una ciudadanía plena.

¿Qué personas están excluidas en la toma de decisiones?

Es oportuno advertir a las personas que trabajan en las instituciones de que no olviden que también se encuentran en una posición de poder  sobre aquellas personas que forman parte de los colectivos perjudicados por la desigualdad (aunque dentro de la institución también existan relaciones de poder). Debemos encontrar una forma de actuación que evite sesgo a la hora de diseñar políticas de inclusión, con el objetivo de no perpetuar ni siquiera inconscientemente estas relaciones de desigualdad. La propuesta desde este artículo es incluir de manera efectiva el criterio de las personas que sufren desigualdad en la toma de decisiones. Esta propuesta parte del reconocimiento de la toma de decisiones participativa – a partir de la deliberación colectiva – como la más óptima para no reproducir los intereses de los grupos dominantes, siempre y cuando se vele por incluir a los colectivos afectados por la desigualdad. Es importante entender la necesidad de que todas las voces sean escuchadas y de la creación espacios diferenciados, donde los colectivos en proceso de inclusión no sientan presiones externas a la hora de expresarse y puedan plantear sus problemas, saberes y  soluciones, así como de las políticas de acción positiva, destinadas a otorgar mayor representatividad a colectivos infra representados. Pero, ¿cuáles son estos colectivos y qué barreras debemos derribar para conseguir su inclusión y participación?

Si atendemos a las desigualdades económicas, encontramos a las personas que sufren pobreza o en riesgo de pobreza y exclusión. Para empezar, es complicado encontrar tiempo para participar cuando se sufre una existencia precaria, por lo que garantizar la existencia material de todas las personas debe ser una prioridad política. Urge acordar cuál será la estrategia, de las varias opciones que ocupan los debates (Renta Básica, Renta Mínima Garantizada, Trabajo Digno Universal…) pero sea cual sea ésta, las políticas sociales deben transformarse en activas: las instituciones deberían salir a buscar a aquellas personas que las necesitan, en lugar de esperar que descubran por sí mismas que tienen un derecho y descifren numerosas leyes para poder ejercerlo, como sucede ahora. Pero también las iniciativas de participación deben plantearse desde este papel activo. Es ingenuo esperar que las personas que sufren pobreza y exclusión se acerquen a la institución, pues para los colectivos excluidos las instituciones no sólo están muy lejos: nunca han sido una garantía de bienestar, sino un perseguidor que castiga la búsqueda de la supervivencia en los márgenes del sistema. La institución debe dejar de mostrar esta cara, y centrarse en escuchar y solucionar problemas para que estas personas puedan sentirse cómodas para dar su opinión sobre cuáles son las mejores soluciones a sus propios problemas.

Por supuesto, no sólo la economía de mercado genera desigualdad. Aliada con el capitalismo, la organización patriarcal de la sociedad – que no se establece en la Constitución pero tampoco se reconoce su existencia ni trata de paliarse y sí se hace patente en otras normas jurídicas como las que perpetúan el reparto de las funciones sociales por sexos – genera desigualdad situando a los varones heterosexuales en una posición de dominación. Deben reformarse todas las leyes – y no son pocas – que perpetúan esta estructuración social y desarrollarse una ley de reparto de los trabajos que libere de la carga de cuidados a las mujeres y nos haga partir de una situación más cómoda tanto para encontrar y prosperar en un empleo que nos dé independencia económica como a la hora de participar en democracia.

La edad también genera desigualdad a la hora de participar en democracia. Las necesidades de los menores apenas se escuchan cuando éstos tratan de expresarlas, y desde luego ningún partido se preocupa por integrarlas en sus programas, ya que para estos, quien no vota no existe. También las personas ancianas sufren dificultades para participar, tanto presencialmente como en los mecanismos telemáticos que se habiliten. La brecha tecnológica diferencia a aquellas personas con acceso y conocimientos para el uso de las tecnologías de la información de quienes no, y debe tenerse presente siempre que iniciemos procesos democráticos. Esta brecha, tiene un triple componente: económico, personas que no pueden permitirse una línea de internet; de edad, ya que los mayores tienen menos conocimientos tecnológicos; y de género.

Teniendo en cuenta la organización del territorio, es fácil darse cuenta de las desigualdades que se crean entre quienes viven en las ciudades y quienes habitan las comunidades rurales, con muchas menos oportunidades de acceso a la cultura, a la oferta educativa, a la organización para la movilización social, a elegir un empleo… Incluso dentro de las ciudades, se reproducen en cierto modo esas desigualdades entre los barrios, fundamentalmente según la renta media de los mismos y la organización de la movilidad urbana. Por esto, el urbanismo y la planificación del transporte son elementos cruciales en la inclusión. La creación de espacios amplios y cómodos para personas diversas que faciliten las reuniones populares, en los que incluso quienes ejercen cargos institucionales puedan salir de sus despachos y reunirse con sus vecinas y vecinos, o sirvan para desarrollar cultura libre, son quizás los pasos más sencillos que pueden darse en estas materias. A la largo plazo, un buen plan de inclusión y equilibrio territorial en cualquier escala, pasaría por descentralizar las competencias institucionales para acercarlas lo máximo posible a las ciudadanas y ciudadanos y reorganizar las redes de transporte público y la situación de los equipamientos y servicios para favorecer la conciliación, las relaciones de cercanía, repartir el empleo en el territorio y reducir el tiempo en desplazamientos.

También se producen graves desigualdades según la situación de ciudadanía, que afectan a las personas que han llegado a nuestro país buscando una vida mejor. Para empezar, se sufre una clara exclusión formal en el caso de las personas en situación de irregularidad administrativa. En el caso de estas personas participar en democracia es realmente atreverse. Las identificaciones aleatorias en actos de protesta pacífica que realiza la policía es un elemento disuasorio para que estos colectivos expresen públicamente sus reivindicaciones. Informalmente, además, si las personas que vienen de otros países no se sienten incluidas en las mejoras sociales, no hay incentivos para que traten de participar. Desde los autodenominados ayuntamientos del cambio, sería interesante comenzar a trabajar en censos de participación complementarios para extender los derechos de ciudadanía a estas personas.

En el ámbito de la diversidad funcional también mucho trabajo por hacer. Por dar un ejemplo, los hospitales públicos están mal adaptados a las necesidades de las personas con movilidad reducida. La necesidad de camas especiales adaptadas para las consultas ginecológicas sólo ha comenzado a ocupar debatirse desde que las afectadas se organizaron para visibilizar este problema. Qué decir de los problemas que un transporte público mal adaptado como el que sufrimos en muchos municipios supone para la inclusión de este colectivo.

La igualdad y la diversidad suponen un desafío global con implicaciones prácticas en cada una de las áreas a las que afectan las políticas públicas, al que sólo puede hacerse frente de manera transversal. Lo fundamental es tener claros los objetivos y formar a todos los trabajadores públicos en este aspecto, para que su integración en la vida democrática sea plena.

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