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CELIBATO IMPUESTO.UNA EXPERIENCIA

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Número 82 (ener.-febr.’06)
– Autor: Ramón Alario –
 
Evidentemente, es el mío un testimonio mediatizado por unas opciones vitales concretas. Pero, una experiencia, tan legítima y tan significante como cualquier otra.

Soy cura casado. En ejercicio oficial del ministerio presbiteral durante trece años: 1967-80. Y en profesión civil desde 1980. Toda mi vida activa ha estado prioritariamente dedicada a tareas educativas y docentes: maestro idóneo sustituto en un pueblo de la sierra madrileña, profesor ayudante en el seminario menor de Las Rozas, director y profesor del seminario de Madrid, profesor de Filosofía en Usera-Orcasitas y profesor titular de Geografía e Historia en un instituto público de Guadalajara. Con tareas parroquiales en varios pueblos de Madrid y en el barrio de Moratalaz. Consiliario de grupos juveniles del JUNIOR. Militante declarado y uno de los fundadores de ese primitivo grupo organizado (hacia 1977), que se denomina movimiento pro celibato opcional (MOCEOP).

Como puede verse, una experiencia muy condicionada por una trayectoria vital determinada. Pero a tener en cuenta -como cualquier otra- para poder hacerse una idea aproximada de esa realidad compleja y variopinta que representa el celibato impuesto en la historia de nuestra iglesia. Mi reflexión actual me lleva a marcar tres periodos en lo que ha constituido mi vida de célibe (incluyendo en ella, además de los trece años de ejercicio ministerial, los últimos cursos del periodo de formación y estudio teológico). Y puede representar significativos rasgos más o menos comunes a muchos de los que nos hicimos curas en la segunda parte de la década de los sesenta.

1ª.- Etapa de formación y de ordenación

Se trata, para mí, de unos años marcados por un complejo proceso de discernimiento y clarificación, sometido a influencias cambiantes y aun enfrentadas.

Inicialmente, fuimos reclutados mayoritariamente en parroquias de entornos rurales. El clima familiar y el atractivo generado por ciertos curas o el banderín de enganche de ciertos predicadores (misiones, campañas vocacionales…) nos hizo sentirnos “llamados al sacerdocio”. Esta “vocación” supuso durante un cierto número de años algo incuestionable y potenciado como tal por los formadores de los seminarios. Ser creyentes, entonces, nos era presentado como se- 45 guir la vocación y la carrera sacerdotal; decisión en que iba incluido como intocable el celibato, sin más matices. Ser fiel a Dios se identificaba con ser cura y, por supuesto, ser célibe: ser diferente, distinto, separado del común de los mortales. Yo, al menos, así lo viví. Y durante bastantes años (periodo de formación en el seminario menor) este planteamiento que se me repetía en meditaciones, pláticas y ejercicios espirituales (todo un ambiente difícilmente cuestionable a edades tempranas), me hizo vivir con relativa tranquilidad mis estudios de bachillerato.

Diferentes fueron, para mí, los años de estudio de Filosofía y Teología en la universidad de Comillas. Sobre todo, los últimos (1960-1967), que coincidieron con el desarrollo y clausura del Concilio Vaticano II. Las lecturas, el estudio y el ambiente vivido en aquellos años nos hicieron entrar en un auténtico “proceso conciliar”: de alguna manera, nuestra formación, nuestra vida espiritual y nuestras expectativas como curas fueron remodeladas y replanteadas desde la raíz. En mi caso, además, debo estar muy agradecido a algunos profesores que apoyaron con las aportaciones de sus clases esa transformación interna que se estaba produciendo.

En esta perspectiva eclesial y personal -conciliar-, el celibato empezó a cobrar otra significación: se trataba de una condición indispensable, puesta por las autoridades eclesiásticas en nombre de una tradición de bastantes siglos, para “ser sacerdote”: todo iba en el mismo lote. Si te sentías llamado y decidido a ser cura debías aceptar vivir como célibe. Mucha gente -creo que ésta es la experiencia mía y de otros muchos compañerosnos sentimos decididos a ser curas y a apostar por una renovación de la Iglesia y un servicio a las comunidades parroquiales desde unos planteamientos atractivos y de puesta al día como los que representaba el Concilio. No sentíamos ni abrazábamos con claridad y como algo separado el “carisma” o la llamada a vivir el celibato; sino que lo veíamos como condición imprescindible para ser curas: tarea ésta que sí nos atraía. Aceptábamos el celibato impuesto. Aunque empezábamos a vislumbrar que se trataba de dos realidades que no se identificaban y podían separarse.

2ª.- Primeros años de ejercicio ministerial

Es ésta una etapa en que parece que “vas a comerte el mundo”. La juventud, la posibilidad de trabajar y encontrarte con la gente, el rol social…

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