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BOLIVIA: ¿LIBERTAD DE EXPRESIÓN O LIBERACIÓN?

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Exodo 108 (marz.-abr.) 2011
– Autor: Alejandro Dausá –
 
Bolivia, año 2008. Transcribo palabras textuales de un presentador de televisión: “… En la Santa Biblia está… el diablo, satanás, la bestia está sobre Bolivia… los israelitas estuvieron en cautiverio siglos pero al final de cuentas el Padre todopoderoso, Jehová, condujo a su pueblo a un lugar donde vivieron con plena autonomía… ahí nace la palabra autonomía, cuando el pueblo de Dios buscaba su liberación, su autonomía… igual está sucediendo con Bolivia…”. Sigue: “… en Rusia ¿saben qué hacían con los viejos y las viejas? los mataban y los hacían jabón, en China comunista igual, en Cuba también. ¿Por qué los mataban a los viejos y a las viejas? ¡Porque eran una carga para el Estado! ¡Ese es el destino de nuestros abuelitos y abuelitas!… Un odio de quinientos años que esta raza maldita del occidente, aymaras y quechuas han guardado en su corazón y en la sangre por generaciones; un odio hacia nosotros los cambas, los mestizos, y ahora pretenden destruirnos matándonos…”.

Esas manifestaciones pudieran parecer pintorescas, si no fuera porque atizaron graves situaciones de violencia. Es conveniente recordar que el concepto autonomía fue uno de los principales estandartes de grupos opuestos al proceso de cambio, cuyas estrategias incluyeron un proyecto secesionista, una masacre de campesinos en el oriente boliviano, la destrucción y saqueo de numerosas instituciones, y el financiamiento de un grupo de mercenarios con reconocida experiencia bélica en Bosnia. En esa coyuntura histórica, una singular comprensión de la libertad de expresión fue manipulada por poderosos medios de comunicación para alentar y justificar diferentes ejercicios de disciplinamiento contra sectores populares. Por ejemplo, en plena plaza principal de la capital del país se montó un espectáculo vergonzoso, con campesinos maniatados, azotados y obligados a arrodillarse para renegar públicamente de su adhesión al presidente Morales. Solaz para las cadenas televisivas, que repitieron una y otra vez las imágenes, a modo de amenaza.

No es casual que en Bolivia el concepto “libertad de expresión” sea utilizado como divisa por el monopolio mediático. Hasta la década de los ´80, un porcentaje importante de medios estaban en manos de la iglesia católica y unas pocas familias propietarias de periódicos. Sin embargo, con la implementación del modelo neoliberal, empresarios de diferentes rubros comenzaron a invertir en ese ámbito. Hoy la iglesia sigue ocupando el primer lugar, pero surgieron además cinco o seis grandes emprendimientos multimediáticos. Aunque la Constitución señala en su artículo 107 que los medios “no podrán conformar de manera directa o indirecta monopolios u oligopolios” no se ha elaborado aún una ley de medios, y casi todo sigue igual.

En lo que sí se ha logrado avanzar es en la ley contra el racismo y toda forma de discriminación, aprobada a finales del año 2010 con fortísima resistencia de la mediocracia, que organizó movilizaciones, huelgas de hambre de periodistas empleados en sus empresas, campañas millonarias, levantamiento de firmas, así como numerosas gestiones de denuncia en instancias internacionales, apelando de nuevo al manido argumento del “atropello a la libertad de expresión”. En realidad, ven peligrar parte de su aparato disciplinador, esto es, la ofensiva simbólica imprescindible y la licencia ilimitada para la instalación de imaginarios colectivos orientados a mantener subordinadas a las mayorías del país. El rechazo de los oligopolios no se produjo tanto como reacción a posibles medidas de control y resguardo ante expresiones discriminatorias, sino como respuesta exasperada al resquebrajamiento de uno de los fundamentos históricos, raigales y más sólidos del colonialismo: aquel que se ocupa de humillar abierta o solapadamente a determinados grupos y clases sociales, a fin de mantenerlos hundidos a partir de su presunta incapacidad irremediable.

Hay que recordar que en Bolivia funcionó históricamente un sistema de castas que naturalizó el sometimiento de grandes grupos humanos, a los cuales se les convencía de su inferioridad natural (y por lo tanto, de su natural obligación para con las élites de poder).

Se confunde aviesamente libertad de expresión con libertad de prensa y libertad de empresa, en particular cuando la primera comienza a ser reivindicada por campesinos e indígenas, que simultáneamente cuestionan las pretensiones totalizantes del empresariado mediático.

La libertad de expresión no existe como un ente etéreo, o como un valor aséptico, ajeno a estructuras, posibilidades materiales de ejercerlo e intereses sectoriales. Al respecto, vale citar las reflexiones del teólogo boliviano Miguel Miranda ante el embate de los monopolios mediáticos contra la ley antirracismo: “… En suma, tras esta cruzada de ´defensa de la libertad de expresión´ sólo está camuflándose la defensa del monopolio y la hegemonía en la producción y reproducción del imaginario dominante de símbolos, ideas y representaciones de la realidad social por una clase social dominante. La hegemonía del poder mediático en manos del gran capital. La ´libertad de expresión´ en boca de las clases dominantes sólo es pretensión de ´libertad irrestricta´ para las empresas de información y comunicación social. Es la pretensión de dominio absoluto en el ámbito de la producción y reproducción del imaginario social. A ese poder irrestricto la mencionada Ley pone unos límites concretos. Los límites que marca la emergente conciencia de la dignidad de todas las personas y grupos sociales en el país, en un momento histórico en que las fuerzas progresistas queremos empujar a dar un salto cualitativo en el proceso de descolonización y democratización”.

No es casual que en el corazón de los procesos de transformación social que experimentan algunos países de América Latina aparezca el tema de la democratización de la comunicación. Tampoco es fortuita la reacción de los medios hegemónicos, que en numerosas ocasiones funcionan como partidos de oposición a los cambios. El ejercicio de “pronunciar el mundo”, tal y como sugería Paulo Freire, se convierte en un campo de batalla de primer orden.

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