miércoles, abril 24, 2024
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ANTIFEMINISMO ECLESIAL

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Número 82 (ener.-febr.’06)
– Autor: Mª Luisa Paret –
 
La palabra feminismo, en medios eclesiales, suele producir cierto malestar cuando no rechazo. Históricamente las religiones y las iglesias surgen en sociedades fuertemente patriarcales y machistas. El feminismo es, pues, un movimiento que les llega tarde, aun cuando muchas de las actitudes y comportamientos que forman parte de sus enseñanzas, hablan de la igualdad y son genuinamente feministas (Gal 3, 27-28).

Podríamos preguntarnos por qué en esos ámbitos son tan poco receptivos a este movimiento de auténtica liberación y que integra a mujeres y hombres por igual (1 Pe 2,9). Se asocia, con demasiada frecuencia, y hasta por eminentes teólogos, que el feminismo es sinónimo de machismo pero referido a las mujeres. Y nada más lejos de ese concepto.

Las teólogas y las mujeres que estamos interesadas en la teología, cuando hablamos en comunidades parroquiales, colegios, universidades y en cuantos ámbitos hay un sincero interés por saber de estos temas, sugerimos, como premisa básica, buscar en cualquier diccionario las palabras “feminismo” y “feminista”; y, así de fácil se comprueba, que no hay ningún matiz despectivo en ambos conceptos, y, no digamos nada de asociarlo al “machismo”, término en sí mismo de opresión, que genera ideas, actitudes y comportamientos indignos y, por desgracia, brutales.

En la iglesia todo lo relacionado con la teología feminista produce miedo y, de todos es sabido, que donde hay miedo no hay fe. Hay más bien, desconfianza, sospecha, rechazo, como apuntaba al principio, o simplemente se ignora la labor que desde hace décadas lleva realizando la mujer en la iglesia. Y no me refiero, claro está, a las tareas y responsabilidades adquiridas que son muchas y muy variadas, y todos los varones nos alaban, sino a la discriminación que sufrimos las mujeres en los órganos de gestión y dirección de la iglesia. Porque si valemos para lo primero, también para lo segundo; no somos menores de edad. Y, cuestionar el tema de los ministerios, o cómo se rea-liza hoy día la pastoral de los sacramentos, y, no digamos, el espinoso asunto del sacerdocio femenino y el diaconado de larga tradición en la vida de la iglesia, la reinterpretación de textos en la Biblia, revisar los dogmas adaptándolos al lenguaje y comprensión de los creyentes de hoy, la renovación litúrgica, siempre pendiente o, el irresuelto tema de la financiación de la iglesia católica, son, entre otros, claros ejemplos de la inoperancia e ineficacia de los actuales responsables de la iglesia.

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