jueves, abril 25, 2024
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Actuar cristianamente en una sociedad laica

Éxodo 142
– Autor: Benjamín Forcano –

  1. Rebelión y llegada de la modernidad

Se ha dicho, y creo que con razón, que la laicidad es una consecuencia de la modernidad. Y es que la modernidad arranca de una cierta protesta contra las religiones, las cuales demasiadas veces atentaron contra la condición natural del ser humano, su dignidad y derechos.

En nombre de Dios, de la Religión, de la Patria, se han cometido enormes atropellos de la persona. La modernidad más que contra Dios se alza contra la utilización blasfema que de Él se ha hecho, habiendo justificado en su nombre la negación del protagonismo, de la creatividad, de la autonomía y de la libertad del hombre. Por defender los derechos de las religiones, se han negado demasiadas veces los derechos de la persona.

Esta visión imperialista de la religión es la que hace que estalle en la conciencia moderna la reivindicación de la laicidad, negándose a que lo mundano y humano sea postergado y desvirtuado a expensas de lo cristiano. “Cristiano y humano escribía T. De Chardin, tienden a no coincidir; he aquí el gran cisma que amenaza a la Iglesia”. Y el teólogo protestante J. Moltman escribía: “Si la modernidad ha convertido al hombre en palabra iconoclasta contra Dios, es porque el Dios auténtico se ha convertido en palabra iconoclasta contra el hombre”.

Arrastramos, por tanto, desde Trento hasta el Vaticano II, una mentalidad eclesiástica antimoderna, contraria a la laicidad.

  1. La entrada en un mundo adulto

Con la llegada de la modernidad se inicia la entrada en un mundo adulto. Mundo adulto significa aquí que la humanidad traspone el umbral de la infancia y adolescencia para encaminarse hacia la mayoría de edad. Paradójicamente, la jerarquía católica viene ejerciendo todavía una función de paternalismo paralizante en este proceso.

El cambio histórico de la modernidad, aplicado a la Iglesia, requiere una nueva relación de convivencia basada en la igualdad y que se expresa en la democracia. La actual estructura autoritaria de la Iglesia es residuo de modelos mundanos y contradice la enseñanza apostólica y la tradición.

La modernidad exige también una nueva relación con Dios, el cual en lugar de afirmarse a base de explotar los límites de la debilidad e impotencia humanas, aparece sustentando toda la talla del ser humano, dejándole actuar en todo lo que es, por sí y ante sí. El concilio reconoce que la religión, demasiadas veces, se ha convertido en opio al impedir la realización del ser humano y ocultar el rostro genuino de Dios.

Hacer profesión de ateísmo o, lo que es lo mismo, expulsar tantos dioses falsos, es condición saludable para preservar la fe y la madurez humana: “Son muchos los que imaginan un Dios que nada tiene que ver con el Dios de Jesús” (GS, 19).

Las características mayores de la modernidad son el paso de una concepción mítica del mundo a otra científica, de una sociedad desigual a otro igual, y de una sociedad sacralmente tutelada a otra civilmente autónoma.

En ese mundo emerge la laicidad como reclamo de independencia frente a las sociedades teocráticas, donde la condición de ciudadano va unida a la de religioso y la de lo civil a lo religioso. La laicidad surge como polo de afirmación frente a sociedades sacralizadas o muy tuteladas por el poder religioso.

  1. Laicidad, Bien Común y poder político

La laicidad, resulta así ser base, ámbito y referente de la apolítica de todo Estado, que se precie ser gestor del Bien Común, pues el Bien Común es la coordinación del bien de todas las personas, en uno u otro lugar , de una u otra parte, de una religión u otra, se trate de ciudadanos creyentes o ateos. Los ciudadanos incluyen, como personas, una ética natural, que se enuncia válida para todos y que los Estados deben manejar sensatamente para articular la convivencia.

Las religiones podrán enunciar creencias, principios, promesas, programas de futuro y felicidad que, a lo mejor, no figuran en el programa básico de la ética civil. Podrán inculcarlo a sus seguidores y ofrecerlo a cuantos lo deseen conocer, pero jamás imponerlo y mucho menos hacerlo valer contraviniendo la dignidad y derechos de la persona. La persona es el terreno firme, más allá del cual no puede ir el Estado, la religión ni ideología alguna.

Desde esta perspectiva, resulta anacrónica toda posición que pretenda basarse en un imperialismo religioso (sumisión del poder temporal al religioso) o sobre un fundamentalismo de Estado, que no respete el hecho religioso, tal como aparece en cada una de las religiones.

A quien se apoye en el pensamiento y espíritu del Vaticano II, le resultará fácil proponer que es tarea del Estado establecer una legislación sobre la enseñanza de la religión en la escuela, la ayuda económica estatal a la Iglesia católica, el aborto, el divorcio, las convivencias homosexuales, la investigación sobre las células madre embrionarias, y otras cuestiones, a la escucha de lo que la experiencia, la ciencia, la filosofía y la ética consideren más conforme y respetuoso con esas realidades.

De ahí brotan precisamente unas normas que pueden resultar válidas y vinculantes para todos, porque tratan de recoger y expresar la dignidad, los valores, los derechos y deberes de todos. Es la experiencia humana común, la ciencia común, la ética común, la sabiduría común, la ley común, la que todos podemos profesar resultándonos inteligible, congruente y coherente con nuestro modo de ser. Una ética común, de consenso universal y de obligatoriedad universal. Tal comunidad de experiencia, de valores y de ética, dimana de la persona humana. La persona es el pilar de la laicidad.

La persona es el referente básico para el estudio, la comprensión y la legislación de todo poder público. El Estado no tiene más misión que promover, respetar y asegurar los bienes de la persona, sus derechos y dignidad. Y personas somos todos. Y personas somos los que constituimos las comunidades políticas.

Pero no todos somos creyentes, o no lo somos según un único credo. Las religiones también nacen de la persona, y como todas las cosas humanas pueden ser buenas o malas, servir para humanizar o degradar, liberar o reprimir, alienar o transformar. Pero la religiosidad no es expresión única ni unívoca en el mundo de las personas, ni lo es en el mundo de las comunidades civiles.

Y, además, todas las religiones, para ser verdaderas, deben comenzar por hacer profesión de fe en la dignidad humana y sus derechos, y comprometerse a no apartarse de esa fe, común a todos. El Estado, que atiende al Bien Común, no puede legislar para todos guiándose por la perspectiva particular y diferenciada de cada una de las religiones, sino que debe guiarse por la perspectiva universal de la dignidad de la persona. Ya esa dignidad tiene un nombre común, que es la Carta Universal de los Derechos Humanos.

Entonces, una convivencia justa, basada en el respeto, igualdad y libertad de todos, tienen que regularse por un ordenamiento jurídico que sea fiel a esa dignidad y derechos de la persona. ¿Cómo llevar a cabo el respeto por esa dignidad y cómo lograr una solución satisfactoria para cuantas situaciones plantea la persona en la convivencia?

Pienso que es éste el desafío que la laicidad plantea a todo poder político.

Por supuesto, las Iglesias tienen derecho a aportar su experiencia y sabiduría, sus luces y propuestas, pues al fin y al cabo también ellas beben del pozo profundo de la humanidad. Sobre esa sabiduría común y compartida, podrán añadir, si la tienen, otra sabiduría, la peculiar de su religión, pero no pueden aspirar a que sea considerada como obligatoria para todos a nivel de ley. Es una oferta gratuita, nunca antihumana, que podrá ser aceptada libremente por cuantos quieran. Su doctrina particular puede entrar en colisión con alguno o algunos puntos de lo que hemos llamado ética o legislación común, pero el Estado tiene que hacer valer aquello que es ley común por consenso mayoritario dentro de la comunidad civil.

  1.  Mi actuación cristiana en una sociedad laica

Teniendo en cuenta todo lo que he dicho, es fácil deducir los elementos que deben configurar la actuación de un católico en una sociedad laica.

La conducta de la persona se guía por principios, criterios y opciones en situaciones concretas. Siempre al decidir precede el percibir, el analizar y el valorar los elementos de una cuestión. Si yo decido ahora actuar de una determinada manera en una sociedad laica, y no de otra, es porque estoy imbuido por una determinada visión de la laicidad. Nadie procede al azar o ciegamente.

Desde los presupuestos desarrollados, yo me atrevería a formular los siguientes criterios como propios de una actuación cristiana en una sociedad laica:

  1. No se puede seguir manteniendo una división antagónica entre el mundo creado y el mundo revelado, el mundo de la razón y el mundo de la fe, la historia humana y la historia de la salvación. La vida, la historia y la salvación son únicas y unitarias, aunque dentro de ellas crezcan dialécticamente el trigo y la cizaña. No hay más que u n sujeto de salvación, la persona, con el que es preciso contar como agente primero y primordial. Jesús, el hombre por excelencia, se hizo uno de nosotros, vivió a fondo nuestra humanidad, se apasionó por la implantación del Reino de Dios en este mundo, se decantó a favor de los pobres y mostró que esa humanidad, originariamente buena, alcanzaba un destino de plenitud y resurrección, que superaba todo cálculo humano.
  1. Se tenga o no fe, la realidad humana es portadora de dignidad, significación y sentido humano. Tal significado y sentido es consistente, con fundamentación en Dios para los que creemos. Pero no se necesita fe explícita en Dios para que ese significado sea real, inviolable y merezca todo reconocimiento. Ninguna fe, so pretexto de defender a Dios, puede impugnar esa dignidad humana, rebajarla, o anularla. Más, toda fe tiene obligación de incluir en su credo la proclamación de la dignidad humana y sus derechos. La unitariedad del proyecto salvífico hace que Dios y el hombre, la razón y la fe se den la mano y caminen estrechamente unidos, sin negarse nunca. La negación ocurrirá cuando la fe es falsa o es falsa la razón.
  1. La tarea evangelizadora del cristiano comenzará por anunciar y defender aquello que es lo más importante y lo más importante es lo que es común a todos. Nos hemos dedicado por mucho tiempo a anunciar y construir sobre nuestras diferencias y no a construir sobre lo que nos es común. Construyendo sobre lo común es como únicamente edificaremos sólidamente la convivencia, pues ella reposará sobre los pilares seguros de la dignidad humana y derechos humanos universales.
  2. El progreso vendrá, primero de todo, de este acuerdo, esfuerzo y lucha común. Y ese acuerdo común arranca de la justicia, la libertad, la democracia, los derechos humanos, el amor y la paz como obra de todos, y también como obra de todas y de cada una de las religiones. Primero alcanzar eso: la igualdad, el respeto, la justicia, la cooperación que hagan posible un nivel de vida digno para todos.
  3. Las religiones renunciarán a todo monopolio ético, como si sólo ellas fueran depositarias de la salvación y únicas intérpretes de lo verdaderamente humano. Podrán ofrecer, anunciar y defender la especificidad de sus propuestas, como un plus para la perfección y felicidad humanas, pero sin negar o infravalorar la valía de las propuestas humanas.
  4. El actuar del cristiano se mostrará tal en la medida en que se afane por preparar, inspirar, impulsar y configurar las realidades humanas de acuerdo con los valores básicos de la dignidad humana y los más directos y específicos del Evangelio. Trabajará como el primero para que la ciudad humana, la convivencia, sea un reflejo de los postulados de la ética, de la razón y del derecho, sabiendo que en esa baza se construye también el Reino de Dios y es por donde hay que avanzar hasta lograr la plenitud humana. El Evangelio será creíble en tanto en cuanto humanice al hombre, lo dignifique, lo libere y se muestre insobornable con la dignidad y derechos que le son inalienables.

Epílogo

En el Vaticano II hay un retorno al Evangelio, la conciencia eclesial trató de sacudirse todo polvo imperial, presentando a la Iglesia como Pueblo de Dios –todos hermanos e iguales– y a la jerarquía enteramente al servicio de ese Pueblo.

Pero, los cambios no sobrevienen rápidamente, por más que hayan pasado 50 años. Surgen ahora, otra vez, voces que reclaman ese puesto central que la Iglesia ha ocupado en la historia, confiriéndole hegemonía y autoridad en asuntos importantes como el divorcio, aborto, modelos de familia, etc., un nuevo imperialismo que les llevaría a hablar “en nombre de Dios”.

Afortunadamente, el concilio Vaticano II está ahí marcando un nuevo humanismo, un nuevo estilo y unas nuevas pautas.

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